Por Sebastián Dumont
En la Argentina de la coyuntura, los temas que asoman por estas horas se reparten entre la negociación con el Fondo Monetario Internacional, la suspensión de la reunión del Ministro de Economía Martín Guzmán con referentes de la oposición para informar en qué estado se encuentran las charlas con el organismo multilateral, el viaje del canciller Santiago Cafiero a los Estados Unidos para reunirse con su par Antony Blinken. A ello hay que sumarle la inseguridad de todos los días, y otra constante que es la inflación. Estos dos últimos temas se convirtieron en una peligrosa costumbre para la mayoría de los habitantes.
Pero tomemos el último de estos ítems, la inflación. La semana pasada se conoció el dato de diciembre del 2021 y con él lo acumulado en todo el año pasado: 50,9% aumentaron los precios en doce meses. Con el agravante que rubros sensibles, tales como los alimentos y las bebidas tuvieron una suba por encima del promedio en casi todos los meses, a pesar de los distintos programas para contenerlos tales como precios cuidados y otros.
El presidente Alberto Fernández aún discute si la inflación es un fenómeno monetario o “multicausal”. Lo cierto es que el incremento en la emisión va de la mano con la suba de los precios, donde además existe una inflación contenida, ya que en muchos rubros el gobierno puso el pie para frenarlos. El caso más concreto es el valor de la energía, cuyas tarifas tendrán recién ahora un incremento. Tan sólo para mencionar uno de los tantos desequilibrios de la economía argentina.
Ahora bien, hagamos un pequeño ejercicio de retrospectiva. Tomemos la variación de precios de los últimos casi 20 años, desde el momento mismo en que se salió de la convertibilidad allá por el mes de enero de 2002. Según un interesante trabajo de la consultora GMA Capital, en ese período los precios aumentaron un 8224%. Es decir, todos los gobiernos terminaron licuando el gasto a través de uno de los impuestos más perversos, el inflacionario.
Esto nos ayuda a entender, en parte, porque un país con el crédito vedado en el mercado de capitales y con los organismo multilaterales, aunque grite que quiere bajar la inflación, termina aprovechándose de ella para ajustar los gastos del Estado. El resultado no puede ser otro que la destrucción de la clase media, el nivel de ingresos de los sectores más postergados de la mano de la clara implosión de la moneda argentina, el peso.
Vayamos a un ejemplo gráfico de la manera en que se ha perdido el valor de nuestra moneda. Si una persona en el año 2002 tenía en su poder 100 pesos y decidió guardarlos bajo el colchón, 20 años después, el poder adquisitivo de ese billete equivale a tener 1,20 pesos.
Supongamos ahora, que esa misma persona era algo más sofisticada en cuanto a las operaciones del mercado y decidió con sus 100 pesos comprar dólar contado con liquidación en el año 2002, hoy su capacidad de compra se redujo a 65,9 pesos. Y si en vez de ir al dólar, todavía confiaba en los bancos en aquel entonces para depositar sus pesos en un plazo fijo, su capacidad de adquisición de aquellos 100 pesos hoy equivaldría a 40,20 pesos.
Estos pequeños ejemplos nos muestran que en la Argentina, la destrucción de nuestra moneda fue de tal magnitud que no existe prácticamente ningún instrumento que pueda “salvar” de esa debacle. Todos, en mayor o menor medida, somos más pobres. Pero lo peor es que, ese camino de decadencia parece haber llegado no solo para quedarse, sino para profundizarse.